Cuanto más querés controlar, más se descontrola.

Lo sabés. Lo viviste. Pero igual caemos una y otra vez.

Nos venden la idea de que más leyes, más reglas, más regulaciones nos van a salvar.

Pero pasa todo lo contrario: terminamos con más trampas, más burocracia, más problemas.

Y lo peor: con menos libertad para solucionarlos por nosotros mismos.

¿Querés un ejemplo perfecto? Vamos:

El efecto cobra

Los británicos, preocupados por la cantidad de cobras en Delhi, ofrecieron dinero por cada una que le entregaran muerta.

¿El resultado? Todo el mundo criando cobras para hacer caja.

Cuando cortaron el chorro, liberaron a las cobras.

Final: más serpientes que al principio. Bravo.

Así funciona el mundo real. No como en los Excel de los burócratas.

Repetimos la fórmula, cambiamos la víctima:

  • Subís el salario mínimo por decreto: bajan las contrataciones y sube la automatización.
  • Congelás alquileres: nadie construye ni arregla nada, y el mercado colapsa.
  • Prohibís drogas o alcohol: creás mafias, violencia y un mercado negro imposible de controlar.

¿Por qué pasa esto? Porque no sabés lo que no sabés.

Eso lo explicó Hayek mejor que nadie: la información está distribuida.

Cada persona tiene un pedacito del rompecabezas.

Pero ningún burócrata sentado en un despacho en Madrid, Bruselas o Washington puede verlo todo.

El control centralizado es ciego. Y encima, soberbio.

Cuando más querés ordenar, más caos creás:

  1. Captura regulatoria: Las grandes empresas aman las regulaciones. Porque ellas pueden pagarlas. Las pequeñas no.
  2. Cumplimiento vacío: Se cumple con la letra, no con el espíritu.
  3. Innovación ahogada: Se gasta más en papeleo que en crear algo nuevo.

¿Entonces qué hacemos? ¿Tiramos todo abajo? No. Pero sí soltemos un poco.

El orden no necesita ser impuesto para existir.

De hecho, los sistemas más estables del mundo no nacieron con un jefe ni un comité de expertos.

El lenguaje, por ejemplo.

Evoluciona solo, palabra por palabra, barrio por barrio, generación por generación.

Y sin embargo, ahí está la RAE, intentando ponerle correa a un lobo que nunca fue mascota.

O los políticos, pero de esos, esas, eses... mejor ni te cuento, cuenta, cuente.

Los precios también.

Surgen de millones de decisiones individuales, en tiempo real.

Pero a los gobiernos no les gusta eso. Prefieren jugar a Dios, fijar precios máximos, intervenir mercados… y romper todo lo que funciona.

Los caminos de un hormiguero no los diseña un ingeniero.

Pero si un burócrata los observara, pediría un permiso de obras para enderezarlos.

El patrón se repite:
Lo que nace libre, espontáneo y funcional… tarde o temprano es blanco de las élites que no soportan no tener el control.

Y cuando lo intentan controlar, lo arruinan.

¿Y si dejamos de imponer leyes universales… y empezamos a confiar en soluciones locales, voluntarias y adaptadas a la realidad?

Contratos, reputación, acuerdos, competencia.

Cosas que no suenan sexys, pero que funcionan desde hace siglos.

La cuestión es esta: Cuanto más fuerte es la mano que oprime, más creativa se vuelve la resistencia.

¿Te hizo ruido? Mejor.

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