¿Es posible bajar los niveles de beligerancia social en Occidente?

La pregunta encierra una respuesta que todos intuimos, pero pocos se atreven a decir en voz alta.

Cada vez más, el enfrentamiento entre ciudadanos se volvió visceral. La disidencia no se tolera, se castiga.

Y el respeto —ese mínimo común que permite debatir sin destruir— se ha perdido.

Sin respeto, no hay conversación posible. Solo trincheras.


La política omnipresente: el disparador primario

La raíz de esta guerra no es nueva: la política.

Pero no cualquier política.

Hablamos de una que invadió todo, desde la educación de tus hijos hasta el tipo de carne que deberías comer.

Veganismo Institucional: El Nuevo Caballo de Troya Estatal
Cuando comer carne se vuelve acto de rebeldía y el tofu, religión de Estado

La política dejó de ser una herramienta de gestión para convertirse en un filtro moral. Una religión.

Y como toda religión estatal, no admite herejes.

Esto no es casual. Es estratégico.

Eliminar los espacios neutrales entre ciudadanos es clave para mantenernos enfrentados.

Si no podemos ver al otro como persona, es más fácil verlo como enemigo.


La pantalla-escudo y el soldado teclado

Actualmente, y por suerte, esa guerra rara vez se ve en la calle.

La ves en las redes. En los comentarios. En los titulares fabricados para encenderte.

La pantalla se volvió un escudo. Y el teclado, un arma.

Desde el anonimato, muchos se transforman: insultan, acusan, deshumanizan.

La valentía digital reemplazó al diálogo real.

Y así, el vecino cordial se convierte en un guerrero fanático cada vez que se conecta.

Es más fácil disparar a un avatar que mirar a alguien a los ojos.


Corrupción: cuando lo evidente también divide

Ni siquiera los escándalos de corrupción nos unen.

En lugar de indignación compartida, hay excusas partidarias.

"Los tuyos lo hicieron peor", "los míos roban menos".

El problema no es solo la corrupción.

Es la normalización del cinismo.

La tribalización del delito.

¿No deberíamos estar del mismo lado ante un corrupto?

La lógica diría que sí.

La realidad muestra otra cosa: nos hemos polarizado hasta en lo evidente.


El verdadero enemigo no tiene nombre ni cara

Nos hicieron creer que el enemigo es tu amigo de la infancia que piensa distinto.

Tu compañero de trabajo que votó a “los otros”.

Tu hermana que comparte noticias que no coinciden con tu ideología.

Pero ese no es el enemigo.

Ese es otro peón más, como tú. Como yo.

Tampoco lo es el político de turno, ni el periodista que repite lo que le dictan.

Ellos son las armas, no el autor del disparo.

Son marionetas del sistema, no los titiriteros.

El enemigo real no da entrevistas. No se postula. No se muestra.

Es la estructura que necesita tu división para existir.

Esa red invisible que se alimenta del conflicto, que lo financia, lo programa y lo reproduce sin descanso.

Es ese ente sin rostro —el Estado cuando se vuelve fin en sí mismo, no medio—
que usa partidos, medios y redes sociales como herramientas para mantenernos distraídos.

Porque mientras peleamos entre nosotros, nadie le pide cuentas al poder que nunca se ve pero siempre decide.


El Estado: El gran beneficiado

Ese ente amorfo que no produce, no arriesga y no se responsabiliza, se llama Estado.

Y ese Estado necesita tu enfrentamiento para seguir respirando.

Divide y sobrevivirá.

Porque si un día miraras con claridad, verías su ineficiencia, su parasitismo, su inutilidad.

Y lo mandarías al museo de cosas que ya no sirven.

Por eso necesitan tenerte ocupado odiando a alguien más.


El monstruo tiene tu cara

Queremos pensar que el Estado es un ente externo.

Un monstruo que vive en otro plano.

Pero la verdad más incómoda es esta: ese monstruo está hecho de nosotros.

Cada funcionario que devuelve un favor, cada voto obediente, cada excusa partidaria, cada silencio…

son células del mismo cuerpo.

El Estado no es una criatura ajena.

Es un organismo vivo compuesto por millones de decisiones individuales que lo validan, lo financian y lo reproducen.

Y cuanto más grande es, más difícil resulta reconocerlo como lo que es: una criatura hambrienta que nos incluye.

Nos devora desde dentro.

Y le abrimos la boca con cada gesto de complicidad, por pequeño que sea.


Del grito en la calle al post en la red

En otro tiempo, este nivel de tensión hubiera explotado en las calles.

Hoy, se eterniza en las redes.

Las revoluciones del pasado tenían un desenlace.

Las guerras digitales son infinitas.

Posteas, respondes, te indignas.

Te vas a dormir con la adrenalina de haber “ganado” una discusión.

Mañana te levantas y repites la escena con nueva munición mediática.

Y así pasan los días.

Y todo sigue igual… casi intacto.

Se repite, indefinidamente.

Se hace eterno.


¿Es esto "natural"?

La pregunta incómoda: ¿esto está en nuestra naturaleza?

Puede ser.

Pero lo que antes era tribal y localizado, ahora es global e inmediato.

Nos armamos con más datos, más ejemplos, más “verdades absolutas” para justificar cada golpe.

Y nos metemos en una selva digital con el cuchillo en los dientes donde creemos que el que calla, pierde.


Determinismo o decisión

Tal vez siempre fue así.

Tal vez no sabemos crear algo distinto.

Tal vez somos los chicos de El Señor de las Moscas, otra vez.

Y eso es lo más triste de todo.

Nos creemos víctimas del sistema, pero somos parte de su maquinaria.

Alimentamos lo que decimos odiar.

Y no lo soltamos porque, en el fondo, nos da identidad.


Morimos al apagar la pantalla (?)

Vivimos pegados a la guerra virtual.

Y morimos, de a poco, cada vez que volvemos a la vida real y vemos que todo sigue igual.

Existimos cuando atacamos.

Desaparecemos cuando no hay audiencia.

Y mientras tanto, olvidamos que al otro lado de la pantalla hay un ser humano.

Alguien que, como tú, tiene miedos, contradicciones y esperanzas.

Y que no es tu enemigo… hasta que tú decidís tratarlo como tal.


El espejo está roto. ¿Lo vas a arreglar?

¿Se puede salir de esto?

Sí. Pero no es fácil.

Requiere algo que se perdió: respeto mutuo.

Y el primer paso no es cambiar al otro.

Es reconocer que fuimos manipulados.

Que el odio que sentimos fue diseñado.

Y que el algoritmo no solo nos muestra lo que queremos ver, sino lo que nos mantiene peleando.

El segundo paso es más duro:

mirarte al espejo y aceptar que tú también estás alimentando el fuego.

Cada comentario venenoso.

Cada contenido compartido para “desenmascarar” al otro.

Cada batalla inútil.

Todo eso, suma puntos para el enemigo real.


La salida existe.

Pero no está en el feed.

Ni en los trending topics.

Está en la calle, en la conversación real, en el encuentro humano.

Y empieza cuando dejas de ver monstruos…

y empezás a ver personas.