¿Te pasó alguna vez sentir que sos un fraude?
Como si en cualquier momento alguien se diera cuenta de que no tenés idea de lo que hacés… y te echara de tu propia empresa.
Bienvenido. Estás en la manada correcta.
No sos un lobo disfrazado de cordero. Sos un lobo que se olvidó de aullar.
El famoso síndrome del impostor es ese murmullo interno que te susurra que todo lo que lograste fue suerte. Que no estás a la altura. Que no sabés nada. Que estás actuando.
Y lo más jodido: cuanto más alto llegás, más fuerte grita esa voz.
¿Querés saber cómo suena?
- “Seguro fue casualidad…”
- “Cualquiera lo hubiera hecho mejor…”
- “Cuando se den cuenta, chau todo…”
El problema no es que tengas dudas. El problema es que les creas.
La diferencia está en cómo lo enfrentás. Porque esa voz no se calla sola.
6 formas de domar al impostor (sin matarlo)
- Hacé inventario.
Lleva un registro de cada logro, cada avance, cada “lo hice igual aunque me temblaban las piernas”.
Cuando el impostor hable, mostrále el archivo. - No esperes saberlo todo.
Los lobos aprenden cazando. Fallando.
El que espera estar listo, nunca sale del bosque. - No seas tan cruel contigo mismo.
Si le hablaras a un amigo como te hablás cuando fallás… ¿seguirían siendo amigos? - Decí más veces “no sé” y menos veces “yo me encargo”.
El respeto se gana con autenticidad, no con pose. - Cuidá tu territorio.
Decir no también es liderazgo. Marcar tus límites es más valiente que querer complacer a todos. - Usá tus dudas como señal.
El impostor no aparece en mediocres.
Aparece en los que crecen. En los que se exigen. En los que importan.
No estás solo. Estás en la manada.
Muchos piensan que sus éxitos son suerte.
Hasta que se dan cuenta de que cada proyecto, cada cliente, cada logro… tiene su huella.
Eso no es suerte. Eso es trabajo. Visión. Y valor.
Otros se paralizan por perfeccionismo. Postergan. Corrigen. Dudan.
Hasta que entienden algo simple: Los lobos no cazan ideas perfectas. Cazan lo que hay.
Y también están los que, al subir de puesto, sienten que están actuando un papel.
Hasta que aprenden a decir: “No sé si merezco estar acá…
…pero acá estoy. Y eso significa algo.”
El síndrome del impostor es el precio de crecer.
El impostor no se va. Pero podés hacer las paces.
Y cuando aprendas a convivir con él, vas a notar algo:
El verdadero impostor no duda. No pregunta. No mejora.
El que se siente así… suele ser el que más vale.
La cuestión es esta: “El síndrome del impostor no se cura. Se enfrenta con verdad y se termina difuminando entre logros y decisiones valientes.”